Nota de Exequiel Siddig, integrante de Pensamiento Militante, publicada el domingo 29 de enero en Miradas al Sur
por Exequiel Siddig *
J. Edgar, la última película de Clint Eastwood, despliega la guerra moral a la que está sujeta la corporación política norteamericana desde los albores de esa nación. Empecinado en perseguir a malhechores y diferentes desde el sillón principal del FBI –que dirigió entre 1924 y 1972–, J. Edgar Hoover fue el representante más conspicuo de la paranoia respecto de un presunto “enemigo interno”. Lo que la película viene a recordar es que la institucionalización de la sospecha en relación con el vecino de (otro) color no la creó George W. Bush con la Patriot Act, luego del 11-S. Es parte constitutiva del modo de vida americano; la sopa de todos los días. J. Edgar no es una película sobre la pervivencia de una praxis política insufrible, sino sobre la médula ósea del pueblo que representa.
La trama del film enhebra el intrincado espíritu de la Norteamérica blanca, anglosajona y protestante: la política está munida de inspiración religiosa. Como alguna vez escribió el filósofo Harold Bloom, “Estados Unidos es una nación enloquecida por la religión. Es algo que lleva inflamando al país desde hace casi dos siglos”. La religión americana –tal el título de su libro– se basa en una idea de salvación individual, más que gregaria. La relación con Dios, allí en la humedad de Iowa, en los bosques de Seattle o entre los suntuosos tuxedos de Manhattan, es íntima y personal. Y hay que cuidarse bien de las manzanas podridas y de las ideologías contrarias a la democracia republicana, santo y seña del gnosticismo de los Estados de la Unión.
El escritor Nathaniel Hawthorne ganó la posteridad, entre otras obras, con La letra escarlata, una historia de amor situada en el siglo XVII entre un cura y una joven mujer de Boston, Hester Prynne. Hawthorne escribió la novela en 1850, dos años después de que Camila O'Gorman fuera fusilada en la Argentina de Rosas junto a su amante, el padre Ladislao Gutiérrez. Los tantos, por ese entonces, estaban igualados entre el Norte y el Sur del continente. Nadie podía mear fuera del tarro. El tema es que más que ningún otro país en el mundo, Estados Unidos hizo de la vigilancia de la moral pública un imperativo puritano. Para Hoover, ese métier fue la base de su sistema de chantaje, el motivo por el que se mantuvo en el cargo a lo largo de ocho presidencias, hasta su muerte.
En 1919, Hoover era un pulcro e ignoto abogado del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Por entonces, participó del espionaje contra Emma Goldman, judía, lituana y anarquista, encarcelada por manifestarse en contra del servicio militar obligatorio. Goldman era pacifista, arengaba en las frías calles de Nueva York contra el imperialismo. En diciembre de 1919 fue deportada. En una de las primeras escenas de J. Edgar, Hoover asiste a la sentencia de deportación de aquella indeseable extranjera, “la enemiga más peligrosa de América”. Ese mismo año, tiene lugar una gran redada contra los “rojos”, y su consiguiente encarcelamiento y expulsión del país. A las órdenes de Hoover, meta garrote y pistola.
Salvo por la arquitectura y el idioma, al principio la película podría estar cifrada en las calles porteñas de aquella época. Como si un hilo ideológico uniera los dos extremos del continente –o como si se hubiera diseminado una lógica heredera de los pogromos zaristas–, la represión estatal ejercida por el gobierno de Hipólito Yirigoyen contra los obreros en huelga de los Talleres Metalúrgicos Vasena, también dejará su saldo de magullados y muertos durante la Semana Trágica. No es que la Argentina haya resuelto todas sus cuitas, pero a un siglo de los acontecimientos da escalofríos pensar que la superpotencia de la Guerra Fría y el “Nuevo Orden Internacional” (Bush padre díxit) haya quedado estancado en el mismo lodo, en el mismo miedo.
El paradigma de la película es la frase con que la Warner Bros. encabeza el trailer: “Cuando la moral declina y los buenos hombres no hacen nada, el Mal florece”. Así dice Hoover. Por eso persigue anarquistas, luego gángsters, comunistas con el senador McCarthy, activistas de los derechos civiles como Martin Luther King y presidentes progres como John Fitzgerald Kennedy. J. Edgar ve enemigos en todas partes.
Aunque parezca un señuelo distractivo de lo político, es vital el hincapié que hace la película de Eastwood en la homosexualidad reprimida de Hoover. Al punto tal que el guionista Dustin Lance Black, que también escribió la película sobre el gobernador gay de California Harvey Milk, admitió no saber si el Señor FBI había tenido relaciones sexuales con su único amor, el vicedirector de la Oficina, Clyde Tolson. Como diría Sigmund Freud en un texto de 1911, “se discierne en el centro del conflicto patológico (de la paranoia) la defensa frente al deseo homosexual”.
Esa tensión podría leerse no como la imbricación de lo personal en los asuntos de Estado, sino como la lucha histórica entre la moral pública estadounidense y las pulsiones más íntimas. Hoover vivió con su madre hasta los 40 años. Cuando en el film el personaje de J. Edgar (Leonardo Di Caprio) le esboza a su mamá (Judi Dench) que no le gustaba “bailar” con las mujeres, ella se lo pone clarito: “Prefiero un hijo muerto a un hijo maricón”. En el contexto de la Norteamérica previa al hippismo, y tratándose del “hombre más poderoso del país más poderoso” –como lo definió el director del film–, la frase es central. La madre de Hoover podría haber dicho, en lugar de “puto”, “negro”, “anarco”, “bolchevique”, “comunista” o… “liberal”. En todo caso, enemigos. A los que siempre se los prefiere muertos. O encerrados en un placard.
La angustia paranoide del personaje principal de J. Edgar parece estar plasmada en la política de seguridad interior, según sugiere Eastwood. Hoover crea enemigos proyectando su sí mismo y los persigue con denuedo. Tal vez, como todas las políticas exteriores de Estados Unidos: al final, el enemigo se les parece. Una guerra librada sin cuartel y sin final contra las pulsiones. Contra todo aquello que pueda hacerles recordar que el enemigo habita en el propio cuerpo. Que el enemigo público número 1 del pueblo norteamericano siempre fue “el enemigo interno”, es decir sus fantasmas. J. Edgar es la versión clásica de El exorcista. El demonio tiene sucursal bajo la piel de los ciudadanos. Sobre todo de los blancos, anglosajones y protestantes y de la elite política que aspira a dominar Washington. O Hollywood. O el complejo industrial-militar. O la silla que ocupó durante 48 años alguien que tenía el Diablo en el cuerpo.
El escritor Nathaniel Hawthorne ganó la posteridad, entre otras obras, con La letra escarlata, una historia de amor situada en el siglo XVII entre un cura y una joven mujer de Boston, Hester Prynne. Hawthorne escribió la novela en 1850, dos años después de que Camila O'Gorman fuera fusilada en la Argentina de Rosas junto a su amante, el padre Ladislao Gutiérrez. Los tantos, por ese entonces, estaban igualados entre el Norte y el Sur del continente. Nadie podía mear fuera del tarro. El tema es que más que ningún otro país en el mundo, Estados Unidos hizo de la vigilancia de la moral pública un imperativo puritano. Para Hoover, ese métier fue la base de su sistema de chantaje, el motivo por el que se mantuvo en el cargo a lo largo de ocho presidencias, hasta su muerte.
En 1919, Hoover era un pulcro e ignoto abogado del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Por entonces, participó del espionaje contra Emma Goldman, judía, lituana y anarquista, encarcelada por manifestarse en contra del servicio militar obligatorio. Goldman era pacifista, arengaba en las frías calles de Nueva York contra el imperialismo. En diciembre de 1919 fue deportada. En una de las primeras escenas de J. Edgar, Hoover asiste a la sentencia de deportación de aquella indeseable extranjera, “la enemiga más peligrosa de América”. Ese mismo año, tiene lugar una gran redada contra los “rojos”, y su consiguiente encarcelamiento y expulsión del país. A las órdenes de Hoover, meta garrote y pistola.
Salvo por la arquitectura y el idioma, al principio la película podría estar cifrada en las calles porteñas de aquella época. Como si un hilo ideológico uniera los dos extremos del continente –o como si se hubiera diseminado una lógica heredera de los pogromos zaristas–, la represión estatal ejercida por el gobierno de Hipólito Yirigoyen contra los obreros en huelga de los Talleres Metalúrgicos Vasena, también dejará su saldo de magullados y muertos durante la Semana Trágica. No es que la Argentina haya resuelto todas sus cuitas, pero a un siglo de los acontecimientos da escalofríos pensar que la superpotencia de la Guerra Fría y el “Nuevo Orden Internacional” (Bush padre díxit) haya quedado estancado en el mismo lodo, en el mismo miedo.
El paradigma de la película es la frase con que la Warner Bros. encabeza el trailer: “Cuando la moral declina y los buenos hombres no hacen nada, el Mal florece”. Así dice Hoover. Por eso persigue anarquistas, luego gángsters, comunistas con el senador McCarthy, activistas de los derechos civiles como Martin Luther King y presidentes progres como John Fitzgerald Kennedy. J. Edgar ve enemigos en todas partes.
Aunque parezca un señuelo distractivo de lo político, es vital el hincapié que hace la película de Eastwood en la homosexualidad reprimida de Hoover. Al punto tal que el guionista Dustin Lance Black, que también escribió la película sobre el gobernador gay de California Harvey Milk, admitió no saber si el Señor FBI había tenido relaciones sexuales con su único amor, el vicedirector de la Oficina, Clyde Tolson. Como diría Sigmund Freud en un texto de 1911, “se discierne en el centro del conflicto patológico (de la paranoia) la defensa frente al deseo homosexual”.
Esa tensión podría leerse no como la imbricación de lo personal en los asuntos de Estado, sino como la lucha histórica entre la moral pública estadounidense y las pulsiones más íntimas. Hoover vivió con su madre hasta los 40 años. Cuando en el film el personaje de J. Edgar (Leonardo Di Caprio) le esboza a su mamá (Judi Dench) que no le gustaba “bailar” con las mujeres, ella se lo pone clarito: “Prefiero un hijo muerto a un hijo maricón”. En el contexto de la Norteamérica previa al hippismo, y tratándose del “hombre más poderoso del país más poderoso” –como lo definió el director del film–, la frase es central. La madre de Hoover podría haber dicho, en lugar de “puto”, “negro”, “anarco”, “bolchevique”, “comunista” o… “liberal”. En todo caso, enemigos. A los que siempre se los prefiere muertos. O encerrados en un placard.
La angustia paranoide del personaje principal de J. Edgar parece estar plasmada en la política de seguridad interior, según sugiere Eastwood. Hoover crea enemigos proyectando su sí mismo y los persigue con denuedo. Tal vez, como todas las políticas exteriores de Estados Unidos: al final, el enemigo se les parece. Una guerra librada sin cuartel y sin final contra las pulsiones. Contra todo aquello que pueda hacerles recordar que el enemigo habita en el propio cuerpo. Que el enemigo público número 1 del pueblo norteamericano siempre fue “el enemigo interno”, es decir sus fantasmas. J. Edgar es la versión clásica de El exorcista. El demonio tiene sucursal bajo la piel de los ciudadanos. Sobre todo de los blancos, anglosajones y protestantes y de la elite política que aspira a dominar Washington. O Hollywood. O el complejo industrial-militar. O la silla que ocupó durante 48 años alguien que tenía el Diablo en el cuerpo.