martes, 12 de junio de 2012


Próximo Banquete Político
martes 19 de junio a las 20 (puntual)
Dialogante invitado: HORACIO GONZALEZ
(director de La Biblioteca Nacional, sociólogo, docente y ensayista).

Consultas y reservas: pensamientomilitante@gmail.com

jueves, 19 de abril de 2012

Banquete Político con JOSÉ NATANSON

El pensamiento militante es pensamiento-acción, es una posibilidad que se despliega en el vínculo intersubjetivo, allí, cuando nos imbricamos. Es activo, transformador, se recrea permantemente en las conversaciones, en las lecturas, es abierto, se anima a la autocrítica, busca nuevos interrogantes, interpreta, complejiza, no se limita a la reproducción automática, es generador, co-productor de sentidos y prácticas. 

Nuestros Banquetes son una herramienta que tenemos como colectivo político para la construcción de un pensamiento activo que se comunica para accionar políticamente,  por ello es tan importante la pluralidad de nuestros invitados como así también vincularnos desde las diferencias. 
El trabajo del pensamiento está en cruzar los puntos que se tejen con  los hilos de las palabras- apasionadas, imprecisas, balbuceadas – y con ellas trazar líneas, crear formas, sentidos y prácticas. 

El pensamiento no tiene dioses ni maestros iluminados que lo autorizan  a pensar, a qué pensar. La confianza y el motor están en la comunicación entre pares, en el entendimiento colectivo, es por eso que los Banquetes nos permiten habilitarnos un tipo de construcción sustentada en la dicha de la relación con el otro. 

La presencia de nuestros invitados es fundamental en esta aventura dialoguista y en el desafío de imaginar-construir otra cultura militante, contemporánea a nuestros deseos y formas de hacer política. 

Gracias a José Natanson por su presencia generosa, por su pensamiento abierto y estimulante.


Pensamiento Militante

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viernes, 30 de marzo de 2012

Coro "QUIERO RETRUCO" integrado por ex presos polítcos y familiares de victimas de la ultima dictadura militar. Cantan en la Iglesia de la Santa Cruz la canción que recopila las consignas de las marchas.

jueves, 29 de marzo de 2012


Parte de Pensamiento Militante con TATI ALMEIDA


Ya no importa tanto qué dice Clarín, si La Nación publica en la página 19 lo que Página/12 en la página 2.
La tarea más ardua no es salir a desmentir tapas de diarios, de revistas malas, cuyo uso final es envolver media docena de huevos (el verdulero de mi barrio envolvía todo con diario: lechuga, huevos, cebollas). Porque sobra información y sobran plataformas, formatos, aplicaciones. También sobra ruido, claro. Sin embargo, el que quiere saber, sabe. El que quiere discutir, discute. El que quiere enterarse, se entera. El que quiere, quiere.
Un gran desafío (un gran valor) es que tenemos un deseo propio. El ímpetu de más, de algo. Que tenemos un cuerpo, un tiempo, un contexto. Dónde estamos, sino. Tenemos la suma de valentías individuales de saber que vivimos en comunidades, aquí y ahora. Tenemos el salto que podemos dar para conversar con otros sobre lo que queremos, para dudar, no saber, preguntar, averiguar qué queremos. Podemos crear. Es necesario crear.
Y esta es sólo una observación.

María Ferreyra – Pensamiento Miliante

miércoles, 1 de febrero de 2012

El Diablo en el cuerpo

Nota de Exequiel Siddig, integrante de Pensamiento Militante, publicada el domingo 29 de enero  en Miradas al Sur









por Exequiel Siddig *


J. Edgar, la última película de Clint Eastwood, despliega la guerra moral a la que está sujeta la corporación política norteamericana desde los albores de esa nación. Empecinado en perseguir a malhechores y diferentes desde el sillón principal del FBI –que dirigió entre 1924 y 1972–, J. Edgar Hoover fue el representante más conspicuo de la paranoia respecto de un presunto “enemigo interno”. Lo que la película viene a recordar es que la institucionalización de la sospecha en relación con el vecino de (otro) color no la creó George W. Bush con la Patriot Act, luego del 11-S. Es parte constitutiva del modo de vida americano; la sopa de todos los días. J. Edgar no es una película sobre la pervivencia de una praxis política insufrible, sino sobre la médula ósea del pueblo que representa.
La trama del film enhebra el intrincado espíritu de la Norteamérica blanca, anglosajona y protestante: la política está munida de inspiración religiosa. Como alguna vez escribió el filósofo Harold Bloom, “Estados Unidos es una nación enloquecida por la religión. Es algo que lleva inflamando al país desde hace casi dos siglos”. La religión americana –tal el título de su libro– se basa en una idea de salvación individual, más que gregaria. La relación con Dios, allí en la humedad de Iowa, en los bosques de Seattle o entre los suntuosos tuxedos de Manhattan, es íntima y personal. Y hay que cuidarse bien de las manzanas podridas y de las ideologías contrarias a la democracia republicana, santo y seña del gnosticismo de los Estados de la Unión.
El escritor Nathaniel Hawthorne ganó la posteridad, entre otras obras, con La letra escarlata, una historia de amor situada en el siglo XVII entre un cura y una joven mujer de Boston, Hester Prynne. Hawthorne escribió la novela en 1850, dos años después de que Camila O'Gorman fuera fusilada en la Argentina de Rosas junto a su amante, el padre Ladislao Gutiérrez. Los tantos, por ese entonces, estaban igualados entre el Norte y el Sur del continente. Nadie podía mear fuera del tarro. El tema es que más que ningún otro país en el mundo, Estados Unidos hizo de la vigilancia de la moral pública un imperativo puritano. Para Hoover, ese métier fue la base de su sistema de chantaje, el motivo por el que se mantuvo en el cargo a lo largo de ocho presidencias, hasta su muerte.
En 1919, Hoover era un pulcro e ignoto abogado del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Por entonces, participó del espionaje contra Emma Goldman, judía, lituana y anarquista, encarcelada por manifestarse en contra del servicio militar obligatorio. Goldman era pacifista, arengaba en las frías calles de Nueva York contra el imperialismo. En diciembre de 1919 fue deportada. En una de las primeras escenas de J. Edgar, Hoover asiste a la sentencia de deportación de aquella indeseable extranjera, “la enemiga más peligrosa de América”. Ese mismo año, tiene lugar una gran redada contra los “rojos”, y su consiguiente encarcelamiento y expulsión del país. A las órdenes de Hoover, meta garrote y pistola.
Salvo por la arquitectura y el idioma, al principio la película podría estar cifrada en las calles porteñas de aquella época. Como si un hilo ideológico uniera los dos extremos del continente –o como si se hubiera diseminado una lógica heredera de los pogromos zaristas–, la represión estatal ejercida por el gobierno de Hipólito Yirigoyen contra los obreros en huelga de los Talleres Metalúrgicos Vasena, también dejará su saldo de magullados y muertos durante la Semana Trágica. No es que la Argentina haya resuelto todas sus cuitas, pero a un siglo de los acontecimientos da escalofríos pensar que la superpotencia de la Guerra Fría y el “Nuevo Orden Internacional” (Bush padre díxit) haya quedado estancado en el mismo lodo, en el mismo miedo.
El paradigma de la película es la frase con que la Warner Bros. encabeza el trailer: “Cuando la moral declina y los buenos hombres no hacen nada, el Mal florece”. Así dice Hoover. Por eso persigue anarquistas, luego gángsters, comunistas con el senador McCarthy, activistas de los derechos civiles como Martin Luther King y presidentes progres como John Fitzgerald Kennedy. J. Edgar ve enemigos en todas partes.
Aunque parezca un señuelo distractivo de lo político, es vital el hincapié que hace la película de Eastwood en la homosexualidad reprimida de Hoover. Al punto tal que el guionista Dustin Lance Black, que también escribió la película sobre el gobernador gay de California Harvey Milk, admitió no saber si el Señor FBI había tenido relaciones sexuales con su único amor, el vicedirector de la Oficina, Clyde Tolson. Como diría Sigmund Freud en un texto de 1911, “se discierne en el centro del conflicto patológico (de la paranoia) la defensa frente al deseo homosexual”.
Esa tensión podría leerse no como la imbricación de lo personal en los asuntos de Estado, sino como la lucha histórica entre la moral pública estadounidense y las pulsiones más íntimas. Hoover vivió con su madre hasta los 40 años. Cuando en el film el personaje de J. Edgar (Leonardo Di Caprio) le esboza a su mamá (Judi Dench) que no le gustaba “bailar” con las mujeres, ella se lo pone clarito: “Prefiero un hijo muerto a un hijo maricón”. En el contexto de la Norteamérica previa al hippismo, y tratándose del “hombre más poderoso del país más poderoso” –como lo definió el director del film–, la frase es central. La madre de Hoover podría haber dicho, en lugar de “puto”, “negro”, “anarco”, “bolchevique”, “comunista” o… “liberal”. En todo caso, enemigos. A los que siempre se los prefiere muertos. O encerrados en un placard.
La angustia paranoide del personaje principal de J. Edgar parece estar plasmada en la política de seguridad interior, según sugiere Eastwood. Hoover crea enemigos proyectando su sí mismo y los persigue con denuedo. Tal vez, como todas las políticas exteriores de Estados Unidos: al final, el enemigo se les parece. Una guerra librada sin cuartel y sin final contra las pulsiones. Contra todo aquello que pueda hacerles recordar que el enemigo habita en el propio cuerpo. Que el enemigo público número 1 del pueblo norteamericano siempre fue “el enemigo interno”, es decir sus fantasmas. J. Edgar es la versión clásica de El exorcista. El demonio tiene sucursal bajo la piel de los ciudadanos. Sobre todo de los blancos, anglosajones y protestantes y de la elite política que aspira a dominar Washington. O Hollywood. O el complejo industrial-militar. O la silla que ocupó durante 48 años alguien que tenía el Diablo en el cuerpo.

domingo, 29 de enero de 2012

Las ideas y la experiencia social

Los invitamos a leer el artículo de Alejandra Rodríguez, integrante de Pensamiento Militante, publicado en Pág 12 el 17 de enero del 2012.






Por Alejandra Rodríguez *


”Actuar con el pensamiento es propio de todos, por ende, de nadie en particular (...) En este sentido, nadie tiene derecho a hablar como intelectual, lo que equivale a decir que todo el mundo lo es.”
Jacques Rancière

El debate en torno de la figura del intelectual y su relación con el poder político es de larga duración. Esta tensión es reavivada por algunas situaciones que despuntan cada tanto en la escena pública; son ejemplo de ello en estos últimos días, la entrevista a José Pablo Feinmann en el diario La Nación y la aparición de Plataforma 2012, así como lo ha sido en su momento el cruce entre Vargas Llosa y Horacio González o la participación de Beatriz Sarlo en el programa televisivo 6,7,8.
Una de las características sobresalientes de este proceso político es justamente la aparición pública de los denominados y autodenominados intelectuales. A partir de esto nos permitimos reflexionar acerca de la condición del intelectual y su relación con la vida social, en tal caso, repensar esta denominación distintiva arraigada en el sentido común que les otorgamos a ciertas personas cuando las definimos como “intelectuales”.
Una primera aproximación al concepto “intelectual” admite la existencia de personas con determinadas características diferenciales en relación con otros. Ser un intelectual supone el ejercicio del intelecto, por lo tanto son intelectuales aquellos que trabajan con el pensamiento y las ideas. En muchos casos el término intelectual es utilizado como sinónimo de “académico”. Por otra parte, existe una idea romántica e iluminista en torno del intelectual, aquella persona que en soledad es capaz de gestar las ideas más brillantes y originales, por lo tanto es necesario que éste mantenga cierta distancia de la masa social, del poder político y de los medios masivos de comunicación para garantizar un pensamiento critico, complejo y original. La soledad es la garantía para que esto suceda. En esta línea, los intelectuales requieren del reconocimiento y valoración de sus ideas, y eso es legítimo, siempre que se considere que las ideas son propiedad de una cabeza ilustrada, reflexiva e iluminada.
En este sentido quisiéramos replantearnos esa posición frente a las ideas, ya que consideramos que éstas son productos de contextos socioculturales, de relaciones intersubjetivas y actos de comunicación que suceden entre las personas de una comunidad. Las ideas son sociales.
Los pragmatistas norteamericanos: Holmes, James, Pierce y Dewey, tenían diferencias personales y filosóficas, pero compartían una idea sobre las ideas, ellos creían que las mismas no están “ahí” esperando ser descubiertas, sino que son herramientas –como los tenedores, los cuchillos y los microchips– que las personas crean para hacer frente al mundo en que se encuentran.
Desde esta perspectiva todos somos intelectuales porque todos somos capaces de pensar; el pensamiento no es privativo de nadie, por más trayectoria académica que una persona posea. Este posicionamiento nos lleva a cuestionar la doxa, esa opinión que otorga autoridad a los intelectuales para intervenir en las cosas de la política. El proceso político transformador que estamos transitando necesita ser profundizado con constructores pensantes, por eso creemos que es necesario reconfigurar esa posición sostenida de que sólo aquellos habilitados y formados para pensar son los que pueden otorgar legitimidad o cierta claridad lumínica a los acontecimientos sociales. El tiempo que transcurre no necesita ser iluminado por los que piensan, como si fuesen una parte externa del mismo, un grupo de voyeurs hermeneutas, cuya racionalidad que sobrevuela el común de las personas es la indicada para develar y explicar el sentido de las contiendas políticas y culturales. El alumbramiento sucede en las múltiples expresiones comunicativas y en el carácter de autorreflexividad colectiva que los pueblos tienen producto de la experiencia social compartida.
En estas posiciones se dirime la sintonía fina de la disputa cultural del presente, un tiempo en el que la originalidad y la soledad del pensamiento (si es que esto fuese posible) no son valores primordiales. La generosidad de este momento político nos demanda la construcción de artilugios teóricos, discursivos y retóricos que sean interpelados en su aplicabilidad social, no para explicarles a los “no intelectuales”, ni para contribuir a la interpretación de lo que va sucediendo, sino para comprender colectivamente el devenir de este tiempo y el horizonte de nuestra experiencia. Esta comprensión de conjunto se construye en la vida social, no en la cabeza o la voluntad de una o algunas personas. La producción de igualdad es una tarea que nos debemos también en este sentido. Como sociedad nos queda el desafío de reinventar nuevos modos de producción de conocimiento, nuevos modos de pensar la relación entre el campo de las ideas y la experiencia social.
* Licenciada en Artes Combinadas (UBA), integrante de Pensamiento Militante y Red Mujeres con Cristina.